Érase una vez, hace mucho tiempo, un rey que vivía en Irlanda. En aquellos tiempos, Irlanda estaba dividida en muchos reinos pequeños, y el reino de aquel rey era uno más entre esos muchos. Tanto el rey como el reino no eran conocidos, y nadie les prestaba mucha atención.

Pero un día el rey heredó un gran diamante de belleza incomparable de un familiar que había muerto. Era el mayor diamante jamás conocido. Dejaba boquiabiertos a todos los que tenían la suerte de contemplarlo. Los demás reyes empezaron a fijarse en este rey porque, si poseía un diamante como aquél, tenía que ser algo fuera de lo común.

El rey tenía la joya perpetuamente expuesta en una urna de cristal para que todos los que quisieran pudieran acercarse a admirarla. Naturalmente, unos guardianes bien armados mantenían aquel diamante único bajo una constante vigilancia. Tanto el rey como el reino prosperaban, y el rey atribuía al diamante su buena fortuna.

Un día, uno de los guardias, nervioso, solicitó permiso para ver al rey. El guardián temblaba como una hoja. Le dio al rey una terrible noticia: había aparecido un defecto en el diamante. Se trataba de una grieta, aparecida justamente en la mitad de la joya. El rey se sintió horrorizado y se acercó corriendo hasta el lugar donde estaba instalada la urna de cristal para comprobar por sí mismo el deterioro de la joya.

Era verdad. El diamante había sufrido una fisura en sus entrañas, defecto perfectamente visible hasta en el exterior de la joya. Convocó a todos los joyeros del reino para pedir su opinión y consejo. Sólo le dieron malas noticias. Le aseguraron que el defecto de la joya era tan profundo que si intentaban subsanarlo, lo único que conseguirían sería que aquella maravilla perdiera todo su valor. Y que si se arriesgaban a partirla por la mitad para conseguir dos piedras preciosas, la joya podría, con toda probabilidad, partirse en millones de fragmentos.

Mientras el rey meditaba profundamente sobre esas dos únicas tristes opciones que se le ofrecían, un joyero, ya anciano, que había sido el último en llegar, se le acercó y le dijo:

-Si me da una semana para trabajar en la joya, es posible que pueda repararla.

Al principio, el rey no dio crédito alguno a sus palabras, porque los demás joyeros estaban totalmente seguros de la imposibilidad de arreglarla.

Finalmente el rey accedió, pero con una condición: la joya no debía salir de¡ palacio real. Al anciano joyero le pareció bien el deseo del rey. Aquel era un buen sitio para trabajar, y aceptó también que unos guardianes vigilaran su trabajo desde el exterior de la puerta del improvisado taller, mientras él estuviese trabajando en la joya.

Aun costándole mucho, al no tener otra opción, el rey dio por buena la oferta del anciano joyero. A diario, él y los guardianes se paseaban nerviosos ante la puerta de aquella habitación. Oían los ruidos de las herramientas que trabajaban la piedra con golpes y frotamientos muy suaves. Se preguntaban qué estaría haciendo y qué es lo que pasaría si el anciano los engañaba.

Al cabo de la semana convenida, el anciano salió de la habitación. El rey y los guardianes se precipitaron al interior de la misma para ver el trabajo del misterioso joyero. Al rey se le saltaron las lágrimas de pura alegría. ¡Su joya se había convertido en algo incomparablemente más hermoso y valioso que antes!

El anciano había grabado en el diamante una rosa perfecta, y la grieta que antes dividía la joya por la mitad se había convertido en el tallo de la rosa.

Así es como Dios nos cura. Trabaja nuestro mayor defecto y lo convierte, en algo hermoso. Dios nunca pierde nada en nosotros cuando nos ponemos en sus manos y por supuersto que nosotros tampoco perdemos nada. Con él, siempre ganamos.

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo,
según nos escogió en El antes de la fundación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha delante de El. En amor nos predestinó para adopción como hijos para sí mediante Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de su gloria. Efesios 1:3-6.