“Ahora conozco que el Señor es más grande que todos los dioses, porque en lo que se ensoberbecieron prevaleció contra ellos”. Exodo 18:11

 

Las personas con una estatura física imponente, como los jugadores en la línea ofensiva de un equipo profesional de fútbol americano, están conscientes de sus proporciones físicas y de cómo influye su tamaño para intimidar a otros. Sin tener que decir o hacer nada, ellos son fuerzas que tienen que ser tomadas en cuenta simplemente porque todos saben que con bastante facilidad podrían obligar a los menos corpulentos de su alrededor a hacer su voluntad.
La pura fuerza que poseen en virtud de su tamaño, abre el camino para darles a sus opiniones, preferencias y deseos un poco más de peso que si tuvieran el mismo tamaño que todos los demás.

Tal vez es un remanente de los días cuando “la fuerza tenía la razón,” cuando el tipo con la espada o el puño más grande era el que quedaba de pie, pero nuestro entusiasmo por complacer a las personas notablemente enormes y poderosas resulta de una básica resignación a la realidad. De todas maneras ellos pueden hacer todo lo que quieran.

No podríamos detenerlos aunque quisiéramos. A menos que sus acciones violen nuestra conciencia, estamos felices de hacer equipo con ellos; estar de su lado es mucho mejor que enfrentarlos en el otro lado del campo. De hecho, cuando nos alineamos atrás de ellos, se convierten en nuestros campeones, y todos los atributos de su constitución corpulenta, la cual nos ponía nerviosos previamente, ahora llegan a ser puntos de conversación y de celebración con nuestros compañeros de equipo, o insultantes comentarios lanzados en contra de la oposición.

Amamos al “grandote” cuando está de nuestra parte. Por esta razón, cuando estamos alrededor de personas a quienes juzgamos ser más notables que nosotros mismos en corpulencia y fuerza, inteligencia, posición y experiencia, ansiosamente indagamos sus voces o su manera de ser para tener una idea de qué sienten hacia nosotros.

¿Actúan amistosamente? ¿Son amables y pacientes con nosotros? ¿Son egoístas o están dispuestos a nuestro favor?
Se siente un gran alivio al saber que el tipo enorme cuya mano casi se traga tu brazo entero cuando lo saludaste de mano, es “realmente tierno”. Sonríes interiormente cuando alguien te dice que el compañero de trabajo inteligente pidió ser asignado a tu proyecto.

Pocas cosas te hacen sentir tan bien como el saber que el jefe de tu jefe tiene planes para tu brillante futuro en la compañía. Cuando estás enfrentando una operación seria del estómago, te consuela el hecho de que tu cirujano, quien resultó ser el jefe del departamento, ha estado llevando a cabo estas operaciones como una rutina diaria durante docenas de años, desde que estaba haciendo su residencia.

Esta mentalidad muy normal de querer de tu lado al más grande y al mejor, al más listo y al más fuerte, al más poderoso y al más útil, no es una expresión de la evolución de la ley del más fuerte.

Mientras que quizá sea cierto que en el reino animal el más fuerte y el más capaz tiende a sobrevivir frente al más débil, ningún animal o protoplasma tiene alguna vez la esperanza y el anhelo de tener un campeón.

Los animales que viven en grupos o manadas siguen al más grande o al más fuerte, y el líder no tolera ninguna resistencia hasta que un rival todavía más fuerte o más grande que el lo rete.

El anhelo de que alguien más grande esté de nuestra parte, que venga a nuestro rescate aun cuando no tengamos mucho que ofrecer a cambio, es una capacidad humana única, puesta en nuestros corazones por Dios para darnos una idea de lo que Él quiere hacer por nosotros.  Es nuestra primera y clara distinción de una de las características de Dios más certeras y magníficas: la gracia.
¿Por qué los niños hacen alarde del tamaño o la fuerza de sus papás? —“Mi papá es más grande que el tuyo”.

Pues hoy el más grande esta de mi lado. Dios es el más grande pero también el más tierno.

Señor, Gracias por estar a mi lado y hoy se que tú y yo hacemos mayoría. Amén.

Dr. Daniel A. Brown.
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