T. Harv Eker colocó una pregunta en su página de “Facebook” ayer.  Esta era: “Si no estás entusiasmado, ¿por qué hacerlo?” Cuando la leí, el primer pensamiento que vino a mi mente fue: “Gran pregunta, ¿por qué hacerlo?”

El primer incidente que emergió en mi mente fue algo que pasó en mi temprana niñez.

 Cuando tenía seis ó siete años, mi madre comenzó a enviarme a tomar clases de piano.  No me preguntó si yo quería aprender a tocar un instrumento musical, no me preguntó si quería tocar el piano.  Lo que hizo fue decidir por mí que yo iba a aprender a tocar un instrumento musical y que este sería el piano.

 Así que por como dos años, cada sábado en la mañana, me dejaban en la casa de la maestra de piano para la lección de una hora.

Nos sentábamos al piano y tocábamos por cerca de media hora. El resto del tiempo estaba dedicado a aprender la teoría musical.  Así que me sentaba junto a su escritorio, con mis piernas colgando de la silla, y practicaba dibujar la clave de soprano o llenando los espacios vacíos con notas al azar.  Era aburrido.

 Durante ese período de dos años, tuve dos maestras distintas.  La primera era una joven, alta y desgarbada, con sus lentes permanentemente colocados sobre su nariz.  Siempre lucía una blusa blanca de mangas cortas, combinada con una falda floreada.

Era muy estricta y me golpeaba en los nudillos si tocaba la nota equivocada.  Cuando se impacientaba, me regañaba y sacaba una larga regla de madera y me pegaba en las manos.  No me gustaba mucho tocar al piano y mucho menos cuando era golpeado en los nudillos ó en las manos por no hacerlo bien.  Cuando regresaba de mis lecciones, me quejaba de la maestra, por lo que mi madre me consiguió otra. 

La segunda maestra de piano también era joven y vivía a unas cuantas calles de mi casa.  Una persona agradable y bondadosa, era el tipo de maestra que se mostraba paciente y sonreía en medio de las peores pataletas.

Cuando me sentaba en el sillón de su salita mientras ella terminaba su lección previa, me miraba de vez en cuando para ver cómo estaba.

Me sonreía y me daba un guiño.  A veces hasta me daba una barrita de chocolate.  Me caía bien pero seguía sin gustarme tocar al piano.

 Por casi dos años, mi madre se aseguraba que estuviese sentada frente al piano en nuestra salita y practicase por al menos una hora cada mañana.  Eso no era negociable, era una tarea y la odiaba.  Cuando llegó el tiempo para mis exámenes del grado 1ro, no pude seguir; lloré y gemí que no quería más tocar piano.  Mi abuela se apiadó de mí y habló con mi mama.  Al final, se me excusó de tomar el examen y de tomar más lecciones.

Ese fue el final de mi carrera musical… tenía ocho años.

Cuando recuerdo ese tiempo, me pregunto: “¿por qué hice aquello por dos años?  No había pensado en eso entonces pero la respuesta se ve obvia ahora… fue porque no pensé que podía elegir.

Cuando estuve en la boda de una amiga la primavera pasada, tuve una conversación con alguien que había conocido brevemente anteriormente.  Me dijo que estaba en un predicamento; su novio le había propuesto matrimonio pero no le había contestado que sí.  Le pregunté por qué.  Me dijo que no podía imaginarse con él a largo plazo y que más tiempo no hubiera hecho la diferencia.

Me dijo que quería conocer gente nueva, comenzar a salir de nuevo y no podía porque todavía estaban juntos.

“¿Hay alguna razón por la que todavía estás con él?” le pregunté; contestó que sentía no tener opciones.  “¿Por qué es eso?” le pregunté.  “Él no me permitiría dejarlo”, fue su respuesta.  En ese momento, mi primer pensamiento fue: “No, nadie puede hacernos hacer algo a menos que se lo permitamos”.

Me contó que era un tipo muy bueno, que se llevaban bien y que disfrutaban la compañía uno del otro.  Era bondadoso con ella, la amaba y que sería un muy buen proveedor.  Pero ella sentía que algo faltaba en su relación, sentía que casarse con él sería algo equivocado.

“¿Qué pasaría si le dejases?” le pregunté.

Me dijo que él seguiría insistiendo, que le rogaría que se quedase y que ella no podría ganarle.  En ese momento, se me acabaron las sugerencias; al no conocer la dinámica de su relación, era incapaz de darle consejo alguno, pero esa conversación me hizo pensar sobre una lección importante que había aprendido unos tres años antes… algo que cambió mi vida más allá de mi imaginación.

Por doce largos años, estuve atrapada en la depresión; sentía que mi vida no tenía sentido, que mi existencia era insignificante y que si hubiese muerto al día siguiente, nadie se habría dado cuenta.

La mayoría de las noches me iba a la cama deseando que no tuviese que despertarme al día siguiente.  Y cuando me despertaba, a menudo me quedaba en cama y le preguntaba a Dios por qué me daba vida cuando alguien más merecedor pudiera haber existido en mi lugar.  Era una manera poco iluminada de existir pero no sabía qué más hacer.  Seguía esperando que algo fuera de mí pasase que me hiciera feliz.  Algunos días me quedaba en cama y lloraba, sintiendo que no podía continuar.  Pero el universo intervino y me envió ayuda en la forma de una vendedora.

Había recibido esa llamada una tarde cuando estaba laborando.

Una señora con voz chillona me había llamado sobre un evento de Tony Robbins llamado “Desatando el Poder Interior”.  No había querido asistir pero una parte de mí tenía curiosidad.  ¿Una caminata sobre el fuego?  Esto tengo que verlo.  Saqué mi tarjeta de crédito y lo pagué, pensando que aquello bien pudiera ser lo más inteligente ó lo más tonto que jamás hubiese hecho en mi vida.

 Pasarían tres meses antes de que abordase el avión para Sydney.  Cuando llegó el tiempo de mi partida, me sentía dudosa.  Aún cuando me hallaba en las escalinatas del Centro de Diversiones de Sydney, me debatía sobre si debiera entrar o irme a la playa.

Escogí darle una oportunidad.  Me dije que me quedaría al menos el primer día y que si no me gustaba, no tenía que volver el segundo.

Ingresé por las puertas del centro y nunca he mirado hacia atrás.

Ese fin de semana aprendí algo realmente importante: aprendí que el dolor es inevitable pero que el sufrimiento es opcional.  En ese auditorio, lleno con 4,000 personas, Tony me devolvió algo que nunca supe que tenía; mi poder para elegir.  Me dijo que podía cambiar la manera en que me sentía cambiando una de tres cosas.  Me dijo que podía cambiar mis emociones al instante.  Cuando dijo eso, fue como si un rayo de esperanza hubiese penetrado una cubierta de oscuridad, y la sensación que emergió en mí fue una de esperanza y optimismo.

Cuatro días después, dejé el centro renovada y refrescada, entusiasmada con mi nueva vida, sabiendo que a partir de ese momento, podría determinar los términos y condiciones por los que vivo, sabiendo que en la vida no hay víctimas, tan sólo elecciones. 

Escogí ese fin de semana terminar mi sufrimiento y eso ha hecho toda la diferencia.  Hasta hoy, a veces me pregunto cuán diferente habría sido mi vida si hubiese abandonado mi escritorio aquella tarde y me hubiese perdido la llamada.

A veces en la vida nos hallamos trabados en una situación particular: una relación dañada, un empleo que no satisface, una Amistad que no nos beneficia, y algunas veces, pareciera que no hay nada que pudiésemos hacer, que nos hayamos indefensos y a merced de otro.

Sólo recordemos que todo en la vida trata de elecciones.

Es en los momentos de decisión que nuestro destino se forja.

Tony Robbins 

Chiao Kee Lim, copyright 2011

Fuente: www.motivateus.com

Les envío la historia de hoy que, aunque un tanto larga para mi gusto personal y viniendo de una autora de trasfondo religioso probablemente con sabor a “nueva era”, presenta una lección que necesitamos todos considerar.  Si bien es cierto que no siempre podemos controlar las circunstancias que se nos presentan, sí que podemos decidir cómo reaccionar ante ellas.

De hecho, es precisamente allí cuando nuestro Señor (y no algún concepto filosófico y etéreo como el “universo”, etc.) juega un papel vital… declarándonos Su Palabra que Él está a nuestro lado en medio del valle de sombra de muerte y que siempre acampa a nuestro alrededor para defendernos.  Ojalá que sepamos aferrarnos a Dios en todo momento, en especial en los de nuestras crisis… y Su brazo nunca nos fallará como pudiese hacerlo el del hombre.  Adelante y que Dios les bendiga.

Raúl Irigoren
El Pensamiento Del Capellán